El dueño del balón.

Cuando el Mundo estaba a una altura mucho menor a la actual y jugábamos en los parques de verdad, no virtuales de la Playstation, sabíamos muy bien que unirse o no a la pachanga de turno dependía del dueño del balón. Nos calzábamos nuestras botas regaladas en un cumpleaños, los pantalones por las rodillas (a veces con cinturón, porque mamá dejaba claro que "ir guapo no está reñido con nada") y nuestra camiseta de "hacer el bruto". Bajábamos las escaleras de tres en tres (¿Quién necesitaba ascensores?) y allí, en el parque, como un maná, se aparecía ante nuestros ilusionados ojos... El partido.

La más bella, la "pelotella".
Juanito, Miguelín, Carlos... Estaban todos. Inmediatamente, nos acercábamos al meollo del asunto, a una banda donde no molestáramos pero se nos viera bien, poníamos nuestra cara de "interesante" y establecíamos comunicación. Sin embargo, a la pregunta de: “¿Se puede?”, solíamos recibir la réplica: “no es mío”, que te dirigía inmisericordemente a preguntar por el orgulloso poseedor del "tesoro esférico". El cacique local.

El dueño del balón era mucho más que el árbitro: Hacía los equipos, no se ponía de portero, tiraba penalties y faltas y decidía sobre las jugadas polémicas. Nada escapaba a su férreo control. Con la amenaza de “me voy a casa y me llevo el balón”, el miedo a quedarte sin partido hacía que acatases sus órdenes aun a regañadientes. Sabías que el partido duraría hasta que aquel ser todopoderoso dijera que tenía hambre o que su madre le había dicho que a las dos en casa, así que había que hacerse muy amigo de él, no llevarle la contraria y hasta pasarle el balón un poco más que al resto.

"Ulti pa ponerme"
En el Real Madrid no hace falta preguntar quién es el dueño. En sus cabezas, todos señalan cabizbajos al número “7” que se yergue como rey bajo una corona de pelo engominado. Su balón se llama "talento" y le da prestigio. Es más, lo luce orgulloso y abusa de él. Una situación que nos confirma que nada ha cambiado desde el parque hasta el Bernabéu después de todo.

¿De verdad no podemos discutir lo de las faltas?
Por ello, el dueño del balón es el "jefe", recibe más pases que nadie, regaña al que no se la da, se enfada si el gol no lo mete él y mataría antes que dejar a otro tirar una falta. Desde arriba, en su orgulloso trono, ve el tiempo pasar... Aunque no de manera totalmente tranquila. Este dueño del balón tiene solo un miedo, pero terrible. Nada menos la sensación de que un día aparezca otro “aguafiestas” y traiga debajo del brazo otro balón mucho más bonito, reluciente y nuevo que el suyo. Ese día, por más que se acerque a sus compañeros y les recuerde que tiene un balón, estos le responderán con una media sonrisa, mirándole con el rabillo del ojo y le ignorarán como quien ve pasar a un autobús.

Entonces, y solo entonces, no sin antes protagonizar una buena pataleta, el destronado rey del parque sabrá que tocará buscarse otro reino, y con prisa, porque sabe que cada vez queda menos para las dos de la tarde y su madre está con la comida encima de la mesa. No solo eso, sabe que después de comer, los pantalones ya le habrán quedado pequeños porque se habrá hecho mayor y el momento de bajar a ser el "más guay" empezará a ser solo un lejano recuerdo.

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