La "melonada", una anécdota de fútbol.

Corría el año 2.007 aproximadamente cuando tuve la ocasión de oír una de las mejores anécdotas de este magnífico deporte, y no es que yo no tenga otras propias, pero me apetecía empezar por una ajena (y súper-divertida) por aquello de que no caiga en el olvido.



El caso es que allí me hallaba yo tratando de convencer a un amigo de que se uniera a una clásica pachanga que se jugaba todas las semanas (Todos tenemos una de ésas, ¿verdad? La que se juega a la salida del trabajo, lleva aparejada cincuenta kilos de linimento y vendas, una tremenda bronca de la "parienta" al llegar cojo a casa y una sensación de "a mí quién me manda" terrorífica al levantarse de la cama al día siguiente).

Lo que viene siendo...
Bien, pues en eso estaba el que suscribe, cuando mi amigo me dijo muy serio que hacía mucho tiempo que no jugaba al fútbol, más concretamente desde que probó en el equipo de su barrio y tuvo la desgracia de sufrir la anécdota que da título a esta entrada. A partir de esto, espero me permitan narrarla en primera persona, que es como lo escuché yo, de manera que la historia tenga más fuerza.

"Pues allí llegué yo con mis 'Adidas' recién compradas, dispuesto a demostrar a aquel entrenador que tenía sitio en el equipo. Como soy alto, decidí decir que jugaba de central. El mencionando entrenador era un 'paisano' medio calvo de más de cincuenta años con chandal y una mala hostia de las que da 'yuyu' sólo dando los buenos dias. Nos pidió dar unas vueltas al campo, tras lo cual organizó una pachanga para ir evaluando a los nuevos.

A los pocos minutos una falta lateral cerca del área contraria. Allí subí yo como si fuera el rey del mambo, dispuesto a dejar huella. Por entonces ignoraba la clase de balón con la que se jugaba en ese campeonato (sólo había dado unas vueltas al campo y no había rascado bola en los cinco minutos que se llevaban jugados). Mala idea. Luego me dijeron que nadie era lo suficientemente héroe para aguantar un pelotazo a pocos metros o disputar en serio un balón dividido de cabeza, ya que prácticamente se trataban de balones medicinales, curtidos por los años de lodazales e inflados a tal presión que harían pasar a las ruedas de un tractor por balones de playa.

El caso es que me planto en el punto de penalty con cara de interesante. Forcejeo un poco con mi marcador hasta que el extremo saca la falta 'templadita' y yo salgo corriendo con toda la decisión del mundo. En un momento, veo que, prácticamente, me permiten un salto limpio (como "pa" no) y, cuando el balón está a mi altura, salto lo más que puedo y hago...".

Pretendiendo dejar huella.
[En estos momentos, imagínense a mi amigo. 1,86 de persona humana, todo serio, pegar los dos brazos a los lados del cuerpo e inclinar la cabeza a un lado, haciendo el gesto inequívoco de tirarse con todo, cabeza por delante. Tras hacer el gesto completo, se queda pensativo dos segundos con los ojos muy abiertos y dice...]

"Una melonada...

Enganché de lleno aquella 'piedra'. Ya a la primera me di cuenta de la avería. El cerebro se me fue como 'p'alante' y me chocó contra la cabeza. Mientras caía al suelo no sabía ni dónde estaba. De hecho, lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver borrosos a todos mis compañeros, quienes me rodeaban con cara de espanto dándome por muerto. Me dijeron que el balón salió por encima de las vallas, que estaban situadas más o menos a unos seis metros de altura. Es decir, no es que no cogiera portería, es que directamente lo perdimos.

En eso que se acerca el entrenador, separa a todos como si fuera Moisés abriendo las aguas, me levanta del suelo de un tirón (y yo queriéndome morir porque del mareo que tenía casi acabo abrazado a él) y exclama: '¡Eso, joder! ¡Eso son cojones! ¡Así quiero que se entre al remate, con dos huevos bien puestos!'. Por lo visto, le había encantado mi demostración de ardor guerrero. Yo no sabía bien si iba a llorar o desmayarme.


Aquí de buen humor.

Pasé el resto del partido sin entender muy bien por dónde andaba. Yo veía gente correr para todos los lados y soltaba patadas a lo que parecía el balón. Daba igual lo que hiciese, aquel entrenador me consideraba la reencarnación de Beckenbauer. Finalizó el entrenamiento, que no puedo precisar si fue a los siete o a los ochenta minutos, y me dijo que me quería ver el primero ahí el próximo día porque me tenía garantizado un puesto de titular.

Evidentemente, no volví más. Me retiré del fútbol hasta hoy".

Y así fue la anécdota. Reconozco que, entre lágrimas de risa, conseguí convencerle para que jugara aquella pachanga y hasta no lo hizo mal del todo. Evidentemente, se levantó al día siguiente preguntándose quién demonios le mandaba a él hacerme caso y no volvió a aceptar una oferta futbolística de mi parte, pero siempre guardaré en mi corazón esa historia, esa imagen de aquel hombre dirigiéndose hacia un meteorito de masa terráquea con la única defensa de sus brazos a los lados y la frente desnuda, dirigida a un impacto de lleno cuasi letal.

Para mí, impagable.

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